Posó la vista en Rosa, la mayor de
sus hijas vivas, y como siempre se sorprendió. Su extraña belleza tenía una cualidad
perturbadora de la cual ni ella escapaba, parecía fabricada de un material diferente al
de la raza humana. Nívea supo que no era de este mundo aun antes que naciera,
porque la vio en sueños, por eso no le sorprendió que la comadrona diera un grito al
verla. Al nacer, Rosa era blanca, lisa, sin arrugas, como una muñeca de loza, con el
cabello verde y los ojos amarillos, la criatura más hermosa que había nacido en la
tierra desde los tiempos del pecado original, como dijo la comadrona santiguándose.
Desde el primer baño, la Nana le lavó el pelo con infusión de manzanilla, lo cual tuvo la virtud de mitigar el color, dándole una tonalidad de bronce viejo, y la ponía desnuda al
sol, para fortalecer su piel, que era translúcida en las zonas más delicadas del vientre y
de las axilas, donde se adivinaban las venas y la textura secreta de los músculos.
Aquellos trucos de gitana, sin embargo, no fueron suficiente y muy pronto se corrió la
voz de que les había nacido un ángel. Nívea esperó que las ingratas etapas del
crecimiento otorgarían a su hija algunas imperfecciones, pero nada de eso ocurrió, por
el contrario, a los dieciocho años Rosa no había engordado y no le habían salido
granos, sino que se había acentuado su gracia marítima. El tono de su piel, con suaves
reflejos azulados, y el de su cabello, la lentitud de sus movimientos y su carácter
silencioso, evocaban a un habitante del agua. Tenía algo de pez y si hubiera tenido una
cola escamada habría sido claramente una sirena, pero sus dos piernas la colocaban en
un límite impreciso entre la criatura humana y el ser mitológico. A pesar de todo, la
joven había hecho una vida casi normal, tenía un novio y algún día se casaría, con lo
cual la responsabilidad de su hermosura pasaría a otras manos.
Rosa inclinó la cabeza
y un rayo se filtró por los vitrales góticos de la iglesia, dando un halo de luz a su perfil.
Algunas personas se dieron vuelta para mirarla y cuchichearon, como a menudo
ocurría a su paso, pero Rosa no parecía darse cuenta de nada, era inmune a la vanidad
y ese día estaba más ausente que de costumbre, imaginando nuevas bestias para
bordar en su mantel, mitad pájaro y mitad mamífero, cubiertas con plumas iridiscentes
y provistas de cuernos y pezuñas, tan gordas y con alas tan breves, que desafiaban las
leyes de la biología y de la aerodinámica. Rara vez pensaba en su novio, Esteban
Trueba, no por falta de amor, sino a causa de su temperamento olvidadizo y porque
dos años de separación son mucha ausencia. Él estaba trabajando en las minas del
Norte. Le escribía metódicamente y a veces Rosa le contestaba enviando versos
copiados y dibujos de flores en papel de pergamino con tinta china. A través de esa
correspondencia, que Nívea violaba en forma regular, se enteró de los sobresaltos del
oficio de minero, siempre amenazado por derrumbes, persiguiendo vetas escurridizas,
pidiendo créditos a cuenta de la buena suerte, confiando en que aparecería un
maravilloso filón de oro que le permitiría hacer una rápida fortuna y regresar para
llevar a Rosa del brazo al altar, convirtiéndose así en el hombre más feliz del universo,
como decía siempre al final de las cartas. Rosa, sin embargo, no tenía prisa por
casarse y casi había olvidado el único beso que intercambiaron al despedirse y
tampoco podía recordar el color de los ojos de ese novio tenaz. Por influencia de las
novelas románticas, que constituían su única lectura, le gustaba imaginarlo con botas
de suela, la piel quemada por los vientos del desierto, escarbando la tierra en busca de
tesoros de piratas, doblones españoles y joyas de los incas, y era inútil que Nívea
tratara de convencerla de que las riquezas de las minas estaban metidas en las
piedras, porque a Rosa le parecía imposible que Esteban Trueba recogiera toneladas de
peñascos con la esperanza de que, al someterlos a inicuos procesos crematorios,
escupieran un gramo de oro. Entretanto, lo aguardaba sin aburrirse, imperturbable en
la gigantesca tarea que se había impuesto: bordar el mantel más grande del mundo.
Comenzó con perros, gatos y mariposas, pero pronto la fantasía se apoderó de su
labor y fue apareciendo un paraíso de bestias imposibles que nacían de su aguja ante
los ojos preocupados de su padre. Severo consideraba que era tiempo de que su hija
se sacudiera la modorra y pusiera los pies en la realidad, que aprendiera algunos
oficios domésticos y se preparara para el matrimonio, pero Nívea no compartía esa
inquietud. Ella prefería no atormentar a su hija con exigencias terrenales, pues
presentía que Rosa era un ser celestial, que no estaba hecho para durar mucho tiempo
en el tráfico grosero de este mundo, por eso la dejaba en paz con sus hilos de bordar y
no objetaba aquel zoológico de pesadilla.
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