En alta mar el agua es azul como los pétalos de
la más hermosa centaura, y clara como el cristal
más puro; pero es tan profunda, que sería inútil
echar el ancla, pues jamás podría ésta alcanzar
el fondo. Habría que poner muchos
campanarios, unos encima de otros, para que,
desde las honduras, llegasen a la superficie.
Pero no creáis que el fondo sea todo de arena
blanca y helada; en él crecen también árboles y
plantas maravillosas, de tallo y hojas tan
flexibles, que al menor movimiento del agua se
mueven y agitan como dotadas de vida. Toda
clase de peces, grandes y chicos, se deslizan por
entre las ramas, exactamente como hacen las
aves en el aire. En el punto de mayor
profundidad se alza el palacio del rey del mar;
las paredes son de coral, y las largas ventanas
puntiagudas, del ámbar más transparente; y el
tejado está hecho de conchas, que se abren y
cierran según la corriente del agua. Cada una de
estas conchas encierra perlas brillantes, la
menor de las cuales honraría la corona de una
reina.
Hacía muchos años que el rey del mar era
viudo; su anciana madre cuidaba del gobierno
de la casa. Era una mujer muy inteligente, pero
muy pagada de su nobleza; por eso llevaba doce
ostras en la cola, mientras que los demás nobles
sólo estaban autorizados a llevar seis. Por lo
demás, era digna de todos los elogios,
principalmente por lo bien que cuidaba de sus
nietecitas, las princesas del mar. Estas eran seis,
y todas bellísimas, aunque la más bella era la
menor; tenía la piel clara y delicada como un
pétalo de rosa, y los ojos azules como el lago
más profundo; como todas sus hermanas, no
tenía pies; su cuerpo terminaba en cola de pez.
Las princesas se pasaban el día jugando en las
inmensas salas del palacio, en cuyas paredes
crecían flores. Cuando se abrían los grandes
ventanales de ámbar, los peces entraban
nadando, como hacen en nuestras tierras las
golondrinas cuando les abrimos las ventanas. Y
los peces se acercaban a las princesas,
comiendo de sus manos y dejándose acariciar.
Frente al palacio había un gran jardín, con
árboles de color rojo fuego y azul oscuro; sus
frutos brillaban como oro, y las flores parecían
llamas, por el constante movimiento de los
pecíolos y las hojas. El suelo lo formaba arena
finísima, azul como la llama del azufre. De
arriba descendía un maravilloso resplandor
azul; más que estar en el fondo del mar, se tenía
la impresión de estar en las capas altas de la
atmósfera, con el cielo por encima y por debajo.
Cuando no soplaba viento, se veía el sol;
parecía una flor purpúrea, cuyo cáliz irradiaba
luz.
Cada princesa tenía su propio trocito en el
jardín, donde cavaba y plantaba lo que le venía
en gana. Una había dado a su porción forma de
ballena; otra había preferido que tuviese la de
una sirenita. En cambio, la menor hizo la suya
circular, como el sol, y todas sus flores eran
rojas, como él. Era una chiquilla muy especial,
callada y cavilosa, y mientras sus hermanas
hacían gran fiesta con los objetos más raros
procedentes de los barcos naufragados, ella sólo
jugaba con una estatua de mármol, además de
las rojas flores semejantes al sol. La estatua
representaba un joven hermoso, esculpido en
un mármol muy blanco y nítido; las olas la
habían arrojado al fondo del océano. La
princesa plantó junto a la estatua un sauce
llorón color de rosa; el árbol creció
espléndidamente, y sus ramas colgaban sobre el
niño de mármol, proyectando en el arenoso
fondo azul su sombra violeta, que se movía a
compás de aquéllas; parecía como si las ramas y
las raíces jugasen unas con otras y se besasen.
Lo que más encantaba a la princesa era oír
hablar del mundo de los hombres, de allá arriba;
la abuela tenía que contarle todo cuanto sabía de
barcos y ciudades, de hombres y animales. Se
admiraba sobre todo de que en la tierra las
flores tuvieran olor, pues las del fondo del mar
no olían a nada; y la sorprendía también que los
bosques fuesen verdes, y que los peces que se
movían entre los árboles cantasen tan
melodiosamente. Se refería a los pajarillos, que
la abuela llamaba peces, para que las niñas
pudieran entenderla, pues no habían visto nunca
aves.
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