jueves, 17 de septiembre de 2015

Papaíto piernas largas (Jean Webster).

Estaba en pie desde las cinco de la mañana, obedeciendo a todo el mundo, soportando los regaños y apurones de la nerviosa directora. Por la ventana, Jerusha alcanzaba a ver, tras el enrejado de hierro que marcaba el límite del asilo, un amplio trecho de césped cubierto de hielo. Más lejos se divisaban las colinas ondulantes, sembradas de importantes residencias de campo y, más lejos aún, las torrecitas del pueblo elevándose por detrás de los árboles desnudos.
  El día había terminado y, hasta donde ella había podido comprobar, con el mayor éxito. Tanto los síndicos como la comisión visitante habían efectuado sus rondas habituales y leído sus informes. Y después de tomar el té con que  siempre los agasajaba el asilo, se apresuraron a regresar a sus cómodos hogares, alegres y calentados, y allí olvidarse cuanto antes de sus fastidiosos huerfanitos hasta el próximo mes.
  Jerusha se asomó a la ventana para observar con curiosidad -y un dejo de tristeza- la hilera interminables  de coches y automóviles que salía por los portales del asilo. 
  

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