-Qué
tipita la muchacha —opinó la abuela en voz alta.
Luis le hizo un guiño a Alex a la
vez que alzaba una ceja en señal de admiración. Alex asintió, pero ya su vista era
atraída por otra adolescente. En un rincón, entre una hielera y un ropero, sentada
sobre una mesita con cajón o un velador o algo así, venía una chica con un vestido
largo de muselina verde, y un abanico que aleteaba cadenciosamente en su mano y
detrás del cual se pronunciaba entre aleteo y aleteo, y enmarcada por rizos negros,
negrísimos, la carita más blanca y más linda que Alex había visto en su vida. Y como
su vida apenas se empinaba sobre los doce, su juicio no podía ser más definitivo y
categórico. Esa chica era Constanza Glicker.
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