lunes, 14 de septiembre de 2015

El niño que enloqueció de amor (Eduardo Barrios).

¡Lo que son las cosas! Ahora está viniendo muy seguido. Sale al centro casi todas las mañanas y después viene acá y cuando yo llego del colegio, a almorzar, me la encuentro muy sí señora en el cuarto de costura charla y charla mientras mi mamá zurce la ropa de nosotros. No le he podido hablar de eso todavía, pero no importa, ¿qué apuro hay? ¿No me va bien así acaso? Estoy feliz, bien, bien feliz. Y por las tardes me subo al departamento de los sirvientes porque me gusta ese corredor que da a los tejados, al anochecer, y de ahí veo las copas de los árboles que asoman de los patios y oigo las campanadas de San Francisco y de otras iglesias más distantes, y las copas de los árboles y las campanadas me parece que flotan en el aire. Por un lado el cielo se mueve y van bajando las listas de colores, que unas son como de fuego, y como oro, y rosadas, y verdes, y por el lado de la Cordillera los cerros se ponen color ladrillo primero, y después morados y el cielo como con una pena muy suavecita.
  Yo pienso entonces en Angélica y a veces me entra una alegría inmensa, y otras veces me da esa misma pena suave del cielo... Por las mañanas me gusta el patio de las plantas. Los pajaritos llegan hasta la misma ventana del comedor. Conmigo son muy valientes, los caballeros: yo no me muevo y ellos no se vuelan. ¿Sabrán qué los quiero? 


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