Declinaba la tarde: el sol, medio encubierto por las nubes durante el día, lanzaba sus rayos esplendorosos sobre las crestas de las cordilleras nevadas tiñéndolas de rosa y de violeta y haciendo brillar con áureos reflejos las cúpulas de los palacios y las torres de las iglesias.
Un ruido de pasos en la habitación contigua y discretos golpes en su puerta, lo trajeron bruscamente a la realidad.
Sólo entonces vino a recordar que tenía con Elena un compromiso impostergable; y, por una de esas inconsecuencias que son la ley del corazón humano, sintió un amargo deleite, una sensación exquisita al sacudir la melancolía que lo abrumaba. Y con un hondo suspiro de alivio, abrió de par en par las puertas a la nueva vida que llegaba rica en promesas y esperanzas.
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