lunes, 14 de septiembre de 2015

Halo (Alexandra Adornetto).

Venus Cove era una soñolienta población costera: el tipo de lugar donde todo sigue siempre igual. Nosotros disfrutábamos su tranquilidad y nos aficionamos a pasear por la orilla, normalmente a la hora de la cena, cuando la playa estaba casi desierta. Una noche fuimos hasta el embarcadero para contemplar los barcos amarrados allí, pintados con colores tan llamativos que parecían sacados de una postal. Hasta que llegamos al final del embarcadero no vimos al chico solitario que había allí sentado. No podía tener más de diecisiete años, aunque ya era posible distinguir en él al hombre en que habría de convertirse con el tiempo. Llevaba unos pantalones cortos de camuflaje y una camiseta holgada y sin mangas. Sus piernas musculosas colgaban del borde del embarcadero; estaba pescando y tenía al lado una bolsa de arpillera llena de cebos y sedales. Nos detuvimos en seco al verlo, y habríamos dado vuelta en el acto si él no hubiera advertido nuestra presencia.
-Hola -dijo con una franca sonrisa-. Una noche agradable para caminar.
 Mis hermanos se limitaron a asentir sin moverse del sitio. A mí me pareció que era muy poco educado no responder y di unos pasos hacia él.
-Sí, es cierto -dije.
 Supongo que aquél fue el primer indicio de mi debilidad: me dejé llevar por mi curiosidad humana. Se presumía que debíamos relacionarnos con los humanos, pero sin entablar amistad con ellos ni dejar que entraran en nuestras vidas. Y yo ya estaba en aquel momento saltándome las normas de la misión. Sabía que debía quedarme callada y alejarme sin más, pero lo que hice, por el contrario, fue señalar con un gesto los sedales.
-¿Has tenido suerte?
-Bueno, lo hago para divertirme -dijo, ladeando el cubo para mostrarme que estaba vacío-. Si pesco algo, lo vuelvo a tirar al agua.
  Di otro paso para verlo más de cerca. Su pelo, castaño claro, tenía un brillo lustroso a la media luz y le oscilaba con gracia sobre la frente. Sus ojos, claros y almendrados, eran de un llamativo azul turquesa. Pero lo que resultaba del todo fascinante era su sonrisa. O sea que era así como había que sonreír, me dije: sin esfuerzo, de modo espontáneo y decididamente humano. 

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