miércoles, 16 de septiembre de 2015

La última niebla (M. L Bombal).

La muchacha que yace en ese ataúd blanco, no hace dos días coloreaba tarjetas postales, sentada bajo el emparrado. Y ahora hela aquí aprisionada, inmóvil, en ese largo estuche de madera, en cuya tapa han encajado un vidrio para que sus conocidos puedan contemplar su postrera expresión. 
 Me acerco y miro, por primera vez, la cara de un muerto. 
 Veo un rostro descolorido, sin ni un toque de sombra en los anchos párpados cerrados. Un rostro vacío de todo sentimiento. 
 Esta muerta, sobre la cual no se me ocurriría inclinarme para llamarla porque parece que no hubiera vivido nunca, me sugiere de pronto la palabra silencio. 
 Silencio, un gran silencio, un silencio de años, de siglos, un silencio aterrador que empieza a crecer en el cuarto y dentro de mi cabeza. 
 Retrocedo y, abriéndome paso con nerviosa precipitación entre mudos enlutados, alcanzo la puerta, después de haber tropezado con horribles coronas de flores artificiales. 
  Atravieso casi corriendo el jardín, abro la verja. Pero, afuera, una sutil neblina ha diluido el paisaje y el silencio es aún mas inmenso.  

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