No me podía dormir. Encontraba idiota sentir otra vez aquella ansiosa expectación que un año antes, en el pueblo, me hacía saltar de la cama cada media hora, temiendo perder el tren de las seis, y no podía evitarla. No tenía ahora las mismas ilusiones, pero aquella partida me emocionaba como una liberación. El padre de Ena, que había venido a Barcelona por unos días, a la mañana siguiente me vendría a recoger para que le acompañara en su viaje de vuelta a Madrid. Haríamos el viaje en su automóvil.
Estaba ya vestida cuando el chófer llamó discretamente a la puerta. La casa entera parecía silenciosa y dormida bajo la luz grisácea que entraba por los balcones. No me atreví a asomarme al cuarto de la abuela. No quería despertarla.
Bajé la escalera despacio. Sentía una viva emoción. Recordaba la terrible esperanza, el anhelo de vida con que la había subido por primera vez. Me marchaba ahora sin haber conocido nada de lo que confusamente esperaba: la vida en su plenitud, la alegría, el interés profundo, el amor. De la casa de la calle de Aribau no me llevaba nada. Al menos, así creía yo entonces.
De pie, al lado del largo automóvil negro, aguardaba el padre de Ena. Me tendió las manos en una bienvenida cordial. Se volvió al chófer para recomendarle no sé qué encargos. Luego me dijo:
-Comeremos en Zaragoza, pero antes tendremos un buen desayuno -se sonrió ampliamente-; le gustará el viaje, Andrea. Ya verá usted.
El aire de la mañana estimulaba. El suelo aparecía mojado con el rocío de la noche. Antes de entrar en el auto alcé los ojos hacia la casa donde había vivido. Los primeros rayos de sol chocaban contra sus ventanas. Unos momentos después, Barcelona entera quedaba detrás de mí.
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